A veces, pareciera que se tratara de un infinito juego de palabras, una especie de ejercicio malabarista en el que los vocablos hacen el papel de saltimbanquis, marionetas al servicio de voluntades encubridoras y evasivas. Cada vez que me reúno con periodistas extranjeros, consultores o diplomáticos y percibo sus esfuerzos para encontrar el eufemismo adecuado, la palabra sustituta, el vocablo escurridizo que disfraza los hechos, me asombro y cuestiono su temor a llamar las cosas por su nombre. Es como si tuvieran miedo, cobardía lingüística, a nombrar al pan, pan y al vino, vino.
Los sucesos, el conflicto, la crisis, el problema, cuando no la sucesión o el traspaso, son unos de los tantos términos y conceptos que se utilizan para evitar decir y calificar lo que aconteció el día 28 de junio del año 2009: un brusco y brutal rompimiento del orden constitucional, una ruptura de la estructura jurídica del país, un criminal golpe de estado. Así de simple y, por lo visto, así de complicado.
Hubo un chusco que propuso, para evitar problemas de conceptualización y designio, que le llamáramos sencillamente “la cosa”. De esa manera, tan poco original como grotesca, nos ahorraríamos el problema y resolveríamos el dilema comunicacional. ¡Vaya solución!
El miedo a las palabras sólo sirve para esconder el miedo a los hechos que esas palabras deben designar. Llamar al golpe de estado “la cosa” no es más que una forma vergonzante de distanciarse de los hechos y ocultar su ignominia. Es cobardía, hipocresía y falta de dignidad. Incapacidad para reconocer la propia responsabilidad en los hechos, el papel desempeñado, el rol tan denigrante como asqueroso en la consumación del delito. Pero, además, el miedo a las palabras esconde también el miedo a las consecuencias. El temor, a veces trocado en silencioso pánico, ante los posibles efectos del golpe.
Mientras se llevaban a cabo las negociaciones en el marco del llamado Diálogo Guaymuras, en más de una ocasión recibí llamadas telefónicas de ciertos personajes de la farándula política y del mundillo empresarial, consternados y ansiosos por saber si sus nombres estaban incluidos en la lista de posibles imputados presentada ante la Corte Penal Internacional (CPI). Querían saber si era posible negociar su inclusión o exclusión en la que presagiaban como fatídica lista. Bobos y provincianos como son, ignoraban los mecanismos y procedimientos de la CPI y, sobre todo, desconocían el origen de la denuncia y el peso político a nivel internacional de sus autores. No sabían, los ingenuos, que la denuncia había sido presentada y respaldada con abundante documentación por una asociación española de derechos humanos y apoyada por organismos internacionales de mucho peso y calidad ética en el mundo de los valores democráticos. Acostumbrados a politizar la justicia no acababan de entender que ahora, en una especie de boomerang siniestro, había llegado el momento de judicializar a la política.
Y, como para huir ante la evidencia y disimular el impacto de las denuncias, acuden a los eufemismos. Se refugian en los inofensivos sinónimos, recorren las rutas sinuosas de los adjetivos y, a veces, no siempre, encuentran incierto escondite en la palabrería, tan banal como inexpresiva. Y entonces surgen las palabras-refugio, los vocablos-escondite, los términos-fachada, los instrumentos que el lenguaje les proporciona para ocultar -o pretenderlo- la ignominia de sus actos. Pero no lo logran. Ni lo lograrán. La historia es implacable, más temprano o más tarde la verdad aflora, los documentos reveladores aparecen, los testimonios surgen y, entonces, sus cuerpos aparecen desnudos y calamitosos, purulentos y malolientes, mostrando a todos la verdadera naturaleza de sus personajes. Así son los hechos, a pesar de las cosas y de “la cosa”.
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