Me disculpo previamente con los cientos de lectores de esta columna, al parecer son muchos los que esperan leer lo que dice esta sección semana a semana, pero la onda de calor nos afecta para inspirarnos. Valga la aclaración.
Hoy trataremos de entender el propósito de la policía para tratar tan groseramente y con exhibición de salvajismo a los manifestantes de la Resistencia Popular el 15 de septiembre. No existe, prácticamente, ninguna acción humana que carezca de propósito y por eso nos preguntamos si logró algún propósito la policía y su comparsa, el ejército, haciendo lo que hicieron, hasta lo de derribar la supuesta efigie de Mel (porque con excepción del sombrero, no se parecía a él).
Más parece que las acciones represivas van encaminadas a fortalecer la resistencia y obligarle a preparar cuadros para enfrentarse, de tú a tú, con el ejército y la policía y al fin ponerle coto a los desmanes de algunos grupos e instituciones hondureñas que van en declive. Como una hidra gigantesca la resistencia se fortalece con cada golpeado o muerto en los operativos represores de algunas autoridades. Cada golpe es un familiar que se compromete y así, esa enorme mayoría silenciosa, reprimida para manifestarse y pensar con entera libertad, se convierte en un torbellino arrasador que se llevará de encuentro lo que se ponga a su paso.
En Bogotá, Colombia, el asesinato del candidato Gaytán, vaticinado como contundente y aplastante ganador de las elecciones, condujo al histórico "bogotazo" fenómeno social y político que no pudo ser contenido ni por el ejército ni la policía cuando cientos de miles se lanzaron iracundos a las calles aplastando y quemando, golpeando, matando, destruyendo como un desbocado ejército de marabuntas.
Está bien que hayan querido proteger a las eróticas palillonas y los fastuosos cuadros, alegóricos a una inexistente independencia, pero garroteando con saña y rabia a indefensas personas sólo lograron convencer a la gente de que carecemos de un ejército profesional y de una policía al servicio del orden civilizado y que la razón les asiste.
En este nuevo milenio vale reflexionar si los actos de esta naturaleza valen la pena justificados en el orden o son simplemente expresión del pánico que les produce un nombre y un apellido, de un hombre ahora sublimado a la categoría de superlíder nacional y de héroe popular. Seguir con esos desfiles significa que no hemos podido superar el rezago cultural de cien años de dominación mercantil y comercial y caminamos derechito al insondable abismo de la guerra entre hondureños. Lo que puede evitarse con un poco de reflexión madura y pertinente.
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