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martes, 8 de febrero de 2011

El Cardemal y la educación superior por Gustavo Zelaya

Antes un par de recordatorios para refrescar un poco la memoria y que sea considerados en el resto de este escrito: entre noviembre de 2009 y la primera semana de enero de 2010 el golpista cabeza de ajo, alias Micheletti, al que para confirmar la santidad que lo revestía sólo le faltaba la sotana, con la bendición y la inmediata genuflexión del Cardemal se transformó en hombre de la iglesia y ocupó el púlpito de la Basílica de Suyapa; entre otras cosas y con la mayor humildad posible vociferó: “Exijo perdón por los pecados y las ofensas cometidas, pero volvería hacer lo mismo contra los que piensan distinto que nosotros”. En ese mismo momento Oscar Andrés Rodríguez lo llamó defensor de la democracia y de la independencia nacional. En ningún instante de ese evento el jefe católico se refirió al golpe de estado, ni a las muertes y golpizas a civiles desarmados ordenadas por los golpistas. Es decir, no encontró ninguna relación entre las violaciones a los derechos humanos y su particular concepción del mal. El 3 de febrero de 2011, día de la virgen de Suyapa, respaldado por cabeza de ajo y los comerciantes de la educación universitaria, con toda el lujo y la ostentación del caso y actuando en el reality show de los medios de comunicación que ocultaron y participaron del mayor acto de corrupción en la historia hondureña, ese mismo cardemal habló del proyecto que arrebata a la Universidad Nacional Autónoma de Honduras la dirección de la educación superior y afirmó que es necesario que las universidades privadas se independicen de esa tutela para “alejarse del mal” y de la influencia de la serpiente. Ha de creer que es palabra divina. Posiblemente estaba hablando del diablo que ha puesto casa en el Consejo de Educación Superior y de la necesidad de implantar el bien en el país.



El asunto es que ese señor cardemal sigue defendiendo la ruptura constitucional y se convierte también en activista de la empresa privada que arremete contra la educación pública. Y seguirá en esa tónica golpista ya que la arrogancia le impide dar marcha atrás y disculparse por esa gravísima falta. Sin embargo hay que entender que no sólo habla de todos los centros de educación superior sino, fundamentalmente, de la Universidad Católica de la cual es fundador y en donde ocupa el lugar más elevado en la jerarquía que dirige esa institución. Es el Canciller de ese centro de estudios. Este es otro escalón en descenso que recorre este individuo y que tuvo su momento estelar en julio de 2009, cuando sin ningún pudor compareció en una cadena de radio y televisión nacional respaldando con gran entusiasmo el golpe de estado contra su ¿“amigo”? Manuel Zelaya; anticipando también la muerte de muchas personas víctimas de la acción primitiva y corrupta de los golpistas. Y a esto se le agrega la desconfianza en el tradicional papel que se le atribuía como la “reserva moral” y que por pretensiones universalistas extendía a toda la sociedad las supuestas virtudes y principios cristianos. Tal vez supone el cardemal que nos mantenemos sumergidos en la ignorancia y alejados del resto de la humanidad, ha de creer que esa aparente moral sigue sólida a pesar de los procesos millonarios contra la iglesia católica por abuso sexual en varios países del norte, o que desconocemos el método que utiliza la jerarquía católica para enfrentar los casos de mujeres embarazadas por sacerdotes corrigiendo sus deslices al ubicarlos en parroquias más discretas o becándolos en Europa. Tal vez en otro país reflexionan sus muchachos y se convierten en tíos de sus hijos.

La experiencia nos ha enseñado que esa expresión “reserva moral” no ha sido más que una palabra sin contenido, una simple convención que alguna prensa y los políticos tradicionales utilizaban para referirse a los jerarcas de la iglesia. Todo el supuesto prestigio de esas personas se desmoronó por obra y gracia del cardemal y sus obispos auxiliares y, para no dejarlos de lado, con el trabajo de la caverna llamada Opus Dei. La cara sucia de la iglesia se mantendrá por mucho tiempo por más que proclamen repetidos llamados a la reconciliación y al olvido del pasado.



Pues bien, respecto a la universidad del cardemal hay algunas cuestiones importantes que tal vez en el caso de los otros centros privados no sean parecidos. La misión y visión de esa universidad pretende hacer de ella un lugar de enseñanza de calidad y que sirva de modelo a instituciones similares. En esa aspiración hay tres elementos centrales y alrededor de los cuales debe erigirse cualquier finalidad educativa: a) la relación profesor-alumno; b) el carácter confesional de esta universidad y, c) el rumbo indicado en la Doctrina Social de la Iglesia.



a) Lo que debe ser lo fundamental en la vida universitaria. Esto no es más que la relación que establece el profesor con el alumno. Este vínculo es lo que da sentido y razón al accionar universitario. Es imposible considerar la universidad sin ese nexo, y es tan elemental que se puede prescindir de cualquier otra situación menos de esa relación. Entre otras cosas significa que la administración, la instalación física, el mantenimiento, el marketing, los servicios y la conducción burocrática de la institución son solamente componentes que auxilian y apoyan el desarrollo de la relación Profesor-Alumno. Pero, al parecer, se privilegia lo burocrático y el trámite administrativo en detrimento del fundamento; se ha generado un desplazamiento de lo principal y lo secundario, lo administrativo, está ocupando ese lugar. De esto hay algunas evidencias: del Rector se conoce su nombre, su capacidad de gestión de recursos, su interés por el crecimiento cuantitativo de la institución, etc., pero son contados los estudiantes que saben quién es y es muy ocasional su contacto con el sector docente. Posiblemente no sea el responsable inmediato de lo puramente académico y que su labor sea estrictamente administrativa o de relaciones institucionales, o que su función principal sea dirigir el rosario, pero lo que si es cierto es que no se puede hablar de un trabajo riguroso de índole académico que prestigie interna y externamente a esta universidad, que se genere desde esa instancia de dirección. Más bien los responsables de las áreas académicas son motivo de pena debido a sus debilidades teóricas e intelectuales. Las ejecutorias que han realizado han servido para formar la apariencia de un centro educativo más dedicado a la formación instrumental propia de una institución con fines de lucro y con una serie de prácticas centradas en el aula y reducidas al cumplimiento de los reglamentos, sin ninguna ligazón con la producción de conocimientos de buen nivel teórico. Apenas se reproduce lo conocido y se ha dejado de lado la investigación que realmente otorgue un status de calidad superior a la universidad.



Lo anterior también se refleja en la importancia que se le confiere al horario estricto, a la supervisión formal, a la remisión del memorando, a la vigilancia y control del personal y de los recursos, al expediente, al tamaño del escote, a la extensión del cabello o al arito en la nariz, cuestiones que no tienen absolutamente nada que ver con la academia, con la investigación y la teoría, ni con la calidad humana de las personas. Por tal motivo a la persuasión como arma de convencimiento y al diálogo para establecer nexos con el estudiante y el docente, se les ha sustituido con medidas coercitivas que pretenden disuadir las aparentes “conductas y vestimentas inapropiadas” de los estudiantes y con el despido de los docentes que se atreven a sostener posturas académicas serias. Esto es inaudito en un centro de estudios superiores donde la discusión bien fundada y el convencimiento razonado deben ser los medios predilectos en la relación universitaria. No hay intentos serios de efectuar una evaluación del trabajo docente. Esto siempre se ha postergado creyendo, por parte de las autoridades, que esos procesos son un simple trámite administrativo, propio del oficinista que no debe involucrar a los actores directos, a los docentes y a los alumnos. El papel de la crítica ni siquiera es considerado y más bien hay miedo al papel crítico del profesional universitario. Cuando más bien la capacidad cuestionadora deben constituirse en el nervio del quehacer académico. La crítica, entonces, debe fomentarse ya que proporciona sentido de pertenencia a una cultura universitaria que se enriquece con todos los horizontes del saber.



Además, el deterioro del fundamento, es decir, el privilegiar lo burocrático sobre la actividad docente ha generado unos vínculos extraños en donde la relación profesores-autoridades se ha despersonalizado a tal grado que lo más notorio de ella se manifiesta por medio de circulares, de la autorización de fotocopias, de oficios a veces amenazantes y notas giradas con dos o más copias, dejando completamente de lado la necesidad del diálogo. Debido al estilo implantado en la dirección de las asignaturas generales de la universidad esa relación se ha vuelto mucho más precaria ya que ahora la coacción del memorando, del “no conforme” y el oficio se hacen con copia al expediente personal y al Ministerio de Trabajo como preparando las condiciones de un posible despido, anulando de hecho la amonestación verbal para tratar de evitar a toda costa el diálogo y el consenso. Se está dirigiendo del mismo modo que a una oficina o alguna dependencia burocrática. Ahora lo que importa es el trámite y el informe por duplicado, sellado y firmado, de modo que el oficinista, llámese administrador, director, coordinador o decano, ocupa el papel central en la universidad y el docente está relegado. Es tan visible esa situación que al docente se le califica como la oveja negra que incumple reglas y que es renuente al mandato de la autoridad, pero su calidad de docente es vista como buena cuando recita la política, la visión y la misión sin salirse del libreto, con puntos y comas, y su opuesto, el oficinista, es efectivo o simula serlo y siempre está actuando conforme a las normas de la calidad total, manteniendo ordenado su escritorio, colaborando en acortar los procesos y agachando la cabeza en el momento oportuno. En fin, éste es el modelo a seguir, y los otros, los diferentes, son censurados.



Uno de los supuestos de la universidad católica es que no está pensada como una empresa que busca la obtención de ganancias, por ello se repite que la docencia más que un trabajo es un apostolado pero esto no significa que el docente no deba devengar un salario justo y digno. La situación del ingreso se ha vuelto tan complicada que no se sabe qué ocurrirá mañana; cuánto valdrá el dinero, si realmente servirá de algo con el constante aumento del costo de vida o si continuará la relación laboral. Desde el inicio y antes que lo decretara el gobierno del Lobo aquí se implantó el trabajo temporal. Este asunto se vuelve más complejo cuando las autoridades abiertamente dicen que el aumento salarial depende en parte de la cantidad de retiros espirituales a que asista el docente. Esto es grave: cualquiera puede simular que está en el retiro y accede a mejoras en el ingreso sin que su espiritualidad se vea acrecentada. Se puede fingir ser cristiano ferviente, rezar a la hora indicada o que lo vean en primera fila en la misa y esto es suficiente para ser calificado como buen docente católico. Mientras que las acciones efectivas salen sobrando.





Por otro lado, observamos un proceso para lograr la certificación de la universidad según las normas de calidad ISO y se ha logrado a pesar del tipo de relaciones laborales que la rigen, a menos que esa norma sea un simple asunto administrativo. Igualmente nos damos cuenta que hay un crecimiento importante en las instalaciones físicas, adquisición de nuevos equipos electrónicos y médicos de gran valor monetario, mientras que el docente no experimenta la misma atención. En esto se requiere mucha claridad, en especial por los tiempos vividos en donde hay necesidad de estímulos espirituales pero que no son suficientes.



b) Otro elemento central es la razón de ser de una universidad que se precie de su nombre y que, además de ser confesional, se llame católica; una universidad que signifique un constante reto teórico-intelectual y sobre todo, compromiso social. De aquí derivan algunas preguntas elementales: ¿qué hacer? y ¿cómo hacerlo? Las respuestas pueden elaborarse desde varias perspectivas y en este caso hay dos posibles:



- Se puede hacer vida universitaria desde un sistema de gestión de calidad total, es decir, desde una visión tecnócrata-empresarial que prepara al estudiante para la competencia y la eficiencia. Si esta es la razón de ser, se generará una formación deshumanizante.

- La otra posibilidad tiene que ver con un accionar universitario iluminado por la Doctrina Social de la Iglesia, por una visión humanista que forma para el trabajo eficiente y, sobre todo, para el servicio a los grupos más desprotegidos.



Parece que en esto no hay decisión definitiva y si acaso existe, no ha pasado de ser una declaración de buenas intenciones, proclamada para mantener una imagen. Pero lo que realmente se está haciendo es proponer la gestión de la calidad total como el fin último de la universidad, un nuevo icono, la expresión máxima de una pseudoteoría, siendo esta apenas un importante medio de trabajo, un auxilio más en la administración y un asunto tan discutible que a veces es expuesto muy superficialmente. Sólo hay que ver la forma en que se denomina a sus representantes y se notará la poca valía teórica en que se ubican. Son los “gurús” y no los teóricos. Se podría discutir, entonces, el estatus epistemológico, los contenidos axiológicos y la profundidad filosófica de la calidad total y se descubrirá rápidamente cuáles son sus intenciones. Todavía hay mucha simpleza en sus enunciados que tendría que ser desarrollados a partir de una visión educativa permeada de elementos humanistas. Aquí es bueno recordar las palabras del fallecido Juan Pablo II sobre la identidad de la Universidad Católica cuando afirmaba que “el saber debe servir a la persona humana” y que “la investigación se debe realizar siempre preocupándonos de las implicaciones éticas y morales, inherentes tanto a los métodos como a sus descubrimientos”, “que es esencial que nos convenzamos de la prioridad de lo ético sobre lo técnico, de la primacía de la persona humana sobre las cosas”. Esa primacía no es muy considerada en los procesos de calidad total cuando más bien lo que trata de hacer es el de acortar los procesos, simplificarlos y, en lo posible, introducir tecnologías que sustituyan a las personas.



La razón de ser de una universidad católica es su guía, su modo de ser, su ley fundamental. Este discurso nos dota de existencia y sentido y no es más que la Doctrina Social de la Iglesia; esta doctrina significa comprensión del mundo, compromiso humanista, entrega honesta y desinteresada a los demás y no tiene nada que ver con apariencias, con simulaciones forzadas o adaptaciones estrechas.



El alejamiento de esa razón de ser se manifiesta en el desprecio a los estudios humanistas, en la carencia de una Facultad de Humanidades y en desdén a los profesionales de esas áreas. Ese tipo de facultades en universidades católicas de prestigio mundial es la unidad académica principal. Sobre esto hay algunos ejemplos bien simples: el estado de la biblioteca, su inventario y el presupuesto destinado a la obtención de libros. Esto es reflejo de la mentalidad tecnócrata que los dirige, que sostiene abiertamente que el libro es una mala inversión y que, por tanto, la biblioteca es un lugar sin importancia y, además, peligroso, ya que fomenta el desarrollo del pensamiento independiente y la inteligencia crítica. Eso que debía ser la expresión del alma de la universidad es motivo de vergüenza debido a la postergación que experimenta desde la fundación de esta institución. Otro ejemplo tiene que ver con el tratamiento que reciben las disciplinas humanistas, se cree que su impartición la puede efectuar cualquiera, se irrespetan las competencias profesionales, no se considera la experiencia y se supone que el manejo de las asignaturas es un asunto de control administrativo y de ninguna manera una cuestión académica. Además, esta situación de irrespeto a las competencias profesionales, se observa también en toda la institución. Si se impartiera la clase de física nuclear ese mismo docente se le puede contratar para que sirva conocimientos en clases de historia de América o de judo. O al docente graduado en periodismo se le puede completar su jornada con clases historia o de español. Todo esto para llenar algún informe o un cuadro estadístico.



El documento sobre las universidades católicas “Ex Corde Ecclesiae” afirma que hay un estrecho vínculo entre investigación y enseñanza; que cada disciplina debe enseñarse desde sus métodos pero sin perder de vista la importancia de “la interdisciplinariedad, apoyada por la contribución de la filosofía y la teología, ayuda a los estudiantes a adquirir una visión orgánica de la realidad y a desarrollar un deseo incesante de progreso intelectual”; se busca, pues, comunicación del saber, darse cuenta de sus implicaciones morales, desarrollo integral y una nueva dignidad. Todos estos momentos constituyentes no son cultivados, más bien las distintas disciplinas están organizadas como si fueran islas, y la contribución que se podría esperar de la teología y de la filosofía está confinada, en parte debido a que la dirección de las asignaturas y de lo administrativo se realiza conforme a moldes y esquemas provenientes de ámbitos gerenciales estrictamente administrativos o con el unilateral soporte de la ingeniería. Por lo común la formación empresarial o ingenieril dota al profesional de una visión estrecha y más inclinada a temas de mercado que a la integración de los saberes. Bastaría con hacer revisión exhaustiva del oficio y del memorando enviado por cualquiera de las instancias de dirección para deducir cuál es la capacidad intelectual de los administradores. Muchos de esos documentos son inconsistentes, contradictorios y vacíos de contenido. Esa concepción empresarial que prima en la universidad del cardemal está muy alejada de lo que se le exige al estudiante de una institución católica como es, según palabras del Papa Juan Pablo II, el “adquirir una educación que armonice la riqueza del desarrollo humanístico y cultural con la formación profesional especializada”. Al parecer, en esta universidad el acento se pone en el segundo aspecto.



En consecuencia, no hay importancia alguna en cumplir con una de las misiones centrales de la Universidad Católica: orientarse al estudio profundo de las “raíces y causas de los graves problemas de nuestro tiempo, prestando especial atención a sus dimensiones éticas y religiosas. Si es necesario, la Universidad Católica debe tener la valentía de expresar verdades incomodas, verdades que no halagan a la opinión pública, pero que son también necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad”. La única vez en que la universidad católica se ha pronunciado frente a la opinión pública es para anunciar la matrícula, el diplomado o la maestría que se imparten en el campus, no hay referencia alguna a la realidad nacional y seguramente se le concibe como algo virtual e inexistente.



Igualmente, el esfuerzo final del estudiante universitario debe reflejarse en un trabajo de graduación que sustente una tesis y que sea un producto teórico con la suficiente calidad que le permita ser publicable. Esto debe ser así, tanto en el pregrado como en el postgrado. Es un esfuerzo último que debe prestigiar al graduado y a la institución. Pero la forma en que se desarrolla muestra que no es más que un duro ejercicio memorístico, que respeta las formalidades del caso, con los bocadillos incluidos, centralizado en la autoridad, controlado y orientado al cumplimiento de las normas, pero que no intenta una aproximación seria y profunda al contenido de los problemas en cuestión. Lo que importa aquí es la forma, pero no la esencia de los temas propuestos.



c) El camino que debe seguir la universidad católica está bien definido en los documentos de la Iglesia, ¿pero será ese el rumbo de esa universidad? No es suficiente sostener que esa es la guía sino que lo fundamental es que efectivamente sea una práctica cotidiana. De nada sirve poseer infraestructura física de calidad, una capilla bien pintada y presentación impecable, cuando la carencia de sentido y de razón de ser está expresada en todos los pasos que ordena la autoridad. La fuerza espiritual no se logra con ninguno de esos elementos materiales, ni con la oración obligada o el puntual sonido de una campana, tampoco con la asistencia impuesta a la liturgia o al retiro espiritual. En muchas ocasiones a los docentes se les invita a participar de la Eucaristía, especialmente en fechas especiales y tal cuestión viene refrendada por la autoridad, pero en esa misma invitación que indica la hora y que se extiende a los estudiantes, curiosamente se dice que no hay que asistir ya que “no hay suspensión de clases”. Esto es contradictorio y es muestra de un profundo vacío, de un desconocimiento inaceptable y de suponer que la apariencia es lo principal, que la simulación es la realidad y de ignorar que la riqueza espiritual la expresamos en actos diarios, muchas veces anónimos, en entrega y servicio a los demás, en un trabajo eficiente que no pretende honores sino una íntima satisfacción personal. En vez de proclamas decorativas, testimonios para las relaciones públicas y de imposiciones, debe exigirse una real humildad, una honesta modestia, estudio constante, acercamientos mutuos y un trato justo y respetuoso entre todos.



Para los que leen quiero indicarles que todo lo referido a la universidad del cardemal es fruto de mi experiencia personal de doce años en ese centro educativo; que muchas de esas prácticas son comunes en otros centros privados, son los que han convertido la enseñanza superior en un asunto de aulas y cobro puntual de mensualidades sin realizar ningún tipo de investigación seria y rigurosa; son los que se anuncian como pistas de carreras en donde se sale en tres o cuatro años; de los que no se puede esperar ninguna declaración de principios sobre el golpe de estado ni sobre cualquier evento en donde los desposeídos sean atropellados de la sociedad. En especial por haber sido cómplices y entusiastas actores de la ruptura constitucional. Pero en algo se puede coincidir con el cardemal cuando dice que “hay que vencer el mal a fuerza del bien”; claro que el bien está por venir y no es más que la edificación de una Honduras más justa y solidaria en donde se vayan eliminando la violencia, el irrespeto a la vida y a la naturaleza. Y en ese largo caminar va el pueblo y las fuerzas democráticas de la Resistencia.

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