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sábado, 16 de octubre de 2010

¿Constituyente o moral? por HECTOR A. MARTINEZ

Mientras el presidente Lobo y su equipo asesor se enfrasca en el tema de la consulta popular, el pueblo –esa ambigüedad nominal que no cuadra bien con la realidad-, espera impasible y con estoicismo, el desenlace de la crisis en la que nos han metido los políticos.

Una cosa es lo que lo que políticos nos hacen creer y otra es la realidad. Lejos de lo que se nos dice, al ciudadano común y corriente no le importa mucho el tema de la Constituyente ni le conmueve el desenredo del asunto, como si se tratara de una telenovela venezolana. Para el hombre y mujer promedio, la institucionalidad funciona mal o a medias en el mejor de los casos.

Su parámetro no es la popularidad del presidente sino, el estado de salud de él y los suyos; la educación; la seguridad personal; los precios; el empleo y la calidad de vida en general. Pero no sólo eso: cuando hace un repaso de las instituciones públicas, la depresión se apodera de su ánimo cuando saca a colación las inhumanas atenciones del IHSS; las colas en Migración; las desatenciones de la ENEE y Hondutel, sin excluir en el “paquete” todo el hatajo de instituciones del Estado, cuya presteza en los servicios sigue siendo tan burocrática y deficiente como siempre.

Y si de participación política se trata, no puede dejarse de lado esa eterna desazón que cada cuatro años experimenta el votante, cuando afloran las promesas de campaña y la sobreabundancia de ofertas de todo calibre que colorean un paisaje próspero de la vida nacional. Las promesas -vox populi-, no son más que peroratas que terminarán convirtiéndose en un cuento chino; un lugar inmaterial al que sólo se puede llegar por el camino de la transformación generacional, sin necesidad de recurrir a la alteración del contenido legal en la Carta Magna. ¿Cuál es exactamente ese camino? Ni está en los ofrecimientos de campaña ni en la revolución de la Resistencia. Esto más, ni lo busque en el consolador plebiscitario ni en la celestial constituyente. La moral, mis amigos, ha sido desterrada del lenguaje político y del Derecho; virtud y nobleza no agraciada en las prácticas políticas ni en los diseños institucionales, aunque haya sido contemplada en los cimientos platónicos de nuestros padres fundadores.

Pero la moral no es cuestión de arquitectura ni diseño. Hayek y Hume coinciden -en siglos diferentes-, que la moral es el producto no deliberado de las acciones humanas. Va surgiendo a medida que las condiciones sociales nos obligan a establecer frenos al poderío desmedido de los otros. La necesidad moral nos conduce a la instauración de reglas contenidas en un pacto social que nos obliga a respetar los espacios de los otros. El positivismo legal que influyó sobre manera en la arquitectura del Estado moderno desechó la moral por encontrarla incompatible con el sentido maquiavélico del cálculo racional y del juego del poder. Y si a ello le agregamos el caudillismo; el patrimonialismo y el robo del bien público, que han hecho resplandecer la corrupción estatal en todo el continente, no podemos menos que inferir que nuestro sistema político, así establecido, promueve exactamente lo contrario de lo que dictan los cánones morales. En otras palabras, mientras la racionalidad que repulsa la moral apadrina las conductas de nuestros políticos, el ejercicio de este noble arte también se aparta del epicentro de ese contenido que nos dicta lo que es correcto o no. Si todos actuáramos con fidelidad moral no habría necesidad de religiones ni de preceptos morales, ni propondríamos reformas a las cartas magnas.

Las reformas en América Latina fracasan por la vacuidad de la aplicación, porque la gente no cree en las instituciones y porque al final, el camino resulta ser el mismo. Las ansias de reformar la Constitución no son más que el reflejo de una doble moral que busca sellar los poderes de un sector poli partidista y, en cierta manera, manifiesta la necesidad de imponer las reglas de un juego extraño a la idiosincrasia nacional. Por ello, no es de extrañar que el lenguaje almibarado de los noveles líderes de izquierda y de la derecha socialista –nuevo término-, apelen a un cambio de los contenidos legales que se apeguen a los propósitos del nuevo poder. El timo, que ahora festonea el lenguaje de los políticos enclavados en los partidos liberales y conservadores, nos ofrece una “nueva moral legalista” que, aunque ilegítima, promete en el discurso, una salida a los ingentes problemas que las reformas constitucionales tampoco podrán solventar.


Sociólogo

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