Se coordinó la voluntad política de varios Estados para utilizar en el mayor grado posible las herramientas multilaterales
No se podía esperar nada más de la Carta Democrática Interamericana con respecto al golpe de Estado en Honduras. Diseñada a partir de un concepto formal de democracia y con "sanciones" restringidas a la no participación en los órganos de la OEA, la Carta es un instrumento que en última instancia deja la solución de potenciales conflictos al calor de la coyuntura, a la subjetividad política de los actores y a la acción o inacción del contexto regional.
La Carta Democrática es una norma de conducta internacional con reglas y límites concretos, que hace malabares con preceptos contradictorios en su manifestación práctica: la acción colectiva de la región frente a la no interferencia en la vida interna de los Estados; o la letra de sus postulados frente a la interpretación libre de dichos postulados por naciones soberanas.
En este marco y tras el golpe contra Zelaya, la OEA activó mecanismos multilaterales a escala regional y se embarcó en gestiones de mediación. No pudo ir más allá y esto no es ninguna novedad. Los foros multilaterales carecen de las facultades y del poder necesario para ser árbitros, fiscales o peor aún policías de los conflictos políticos internos de los países.
Por otro lado, es ilusorio esperar que la democracia brote de los foros regionales, de las declaraciones de los cancilleres o de las invocaciones a un tratado multilateral. En Latinoamérica conviven democracias con una solidez cercana a la de los Estados de bienestar y, otras, con distinto grado de disfuncionalidad institucional; desproporcionado influjo de los líderes; mínima participación libre de la ciudadanía; y un indebido influjo de los poderes fácticos. El remedio para vigorizar esas democracias endebles, por más "cuesta arriba" que parezca, debe necesariamente emerger de las propias sociedades para ser legítimo, consistente y con alcances históricos.
La acción de la OEA en la crisis hondureña deja en todo caso algunos resultados positivos. Se activó una caja de resonancia internacional a favor de la reinstauración de la democracia (al menos formal) en el Gobierno de una nación. Se consolidó una unánime solidaridad regional (con respecto a un país pequeño como Honduras; no sabemos qué ocurriría en otras circunstancias). Se coordinó la voluntad política de varios Estados para utilizar en el mayor grado posible las herramientas multilaterales y complementarlas con gestiones bilaterales a fin de auspiciar el retorno a la institucionalidad.
Quedan sin embargo arduas cuestiones suspendidas en el aire, cuando ya casi ha bajado el telón del drama: La crisis se ha resuelto con el aporte preliminar de la OEA y sobre todo, en la recta final, por una feliz actuación de Washington: no por la acción directa del pueblo hondureño; se ha retornado a una normalidad democrática de forma, pero queda pendiente, a mediano plazo, la construcción en Honduras de una sólida institucionalidad política; ni las cortes nacionales ni los tribunales internacionales pueden o han querido actuar: no habrá sanción para quienes violaron la Constitución o forzaron sus límites. Se ha prescrito amnesia para facilitar la salida política, un mal ejemplo en una región donde los malos ejemplos se han seguido con demasiada frecuencia en el pasado.
HOY.COM
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